Sexorcistas

Por Esteban Vera y Rocío Magnani

garche

Llega una invitación. “Primera muestra de arte pospornográfico”. Dice que habrá fotografía, arte plástica, tragos, videoarte, performance, cine y “mucho más”. Y los datos de rigor: dónde, cuándo y quién organiza. La síntesis del “pos” y “porno” se vuelve imposible de rechazar y comienza a picar la curiosidad. Indagamos. Aunque cuenta con el apoyo del Incaa, se trata de un encuentro autogestivo organizado por el colectivo artístico Garpa!, habitual hacedor porteño del Festival Transterritorial de Cine Underground. Es el resultado de una mezcla de casualidad y causalidad. Para la edición pasada, los organizadores recibieron cortos y largos cinematográficos inusuales que no encajaban con la grilla de programación. La curiosidad —a ellos también— los llevó a bucear en las aguas del posporno. Googleo mediante, la palabra conduce a 32.600 resultados. Pero… ¿qué es? Samira Schulz, integrante de Garpa! nacida en Alemania, contrasta: “El porno recurre a estereotipos, por lo general es masculino y la mujer está en posiciones sumisas. El posporno juega con ese cliché. Usa diferentes cuerpos, poses y ángulos con la cámara. El porno tiene intenciones comerciales; las del posporno son artísticas. Y, además, es político: es una crítica al porno”. Sin embargo, esos estereotipos del porno mainstream tampoco son generosos con los hombres. Nada de proezas. En general, sólo se limitan a agitarse, sacudirse y desperdigar esperma. “La pornografía industrial es la que enseña cómo tenés que garchar, cómo mover el cuerpo, cómo lo tenés que usar, cuáles son tus zonas erógenas y se focaliza en la genitalidad”, cuestiona Fernanda Guaglianone, diseñadora visual de Puerco Cuerpo, una pareja que trabaja la imagen pornográfica en ropas, afiches y audiovisuales.

“Acá no hay una definición, viene de afuera. Hay algo de lo interno de cada uno que busca hacerse público y darle una vuelta de tuerca, una segunda mirada crítica a ese porno que constantemente estamos viendo y es totalmente unidireccional. Vemos otros aspectos y no el resultado no es tan lineal”, esboza el joven artista plástico Juan Cuello. Así, reivindica “la creación de otra pornografía hecha detrás y ya no sólo delante de la cámara”, y “la lucha contra el ideal de cuerpo femenino y masculino”. Para la filosofa española Beatriz Preciado, teórica pospornográfica, “el mejor antídoto contra la pornografía no es la censura sino las representaciones alternativas de la sexualidad”.

Mientras, la española Lucía Egaña Rojas, directora del documental Mi sexualidad es una creación artística y referente del movimiento, abre desde Chile otra punta: “Es una práctica activa del feminismo pro sexo en el ámbito de la producción de imagen; una búsqueda por ampliar el imaginario sexual; una práctica de sexualidades disidentes; algo que podría cambiar y ser diferente en cualquier contexto o contingencia diversa”.

―¿Es contracultural?
―Sin duda, aunque siempre es probable que lo contracultural sea cooptado por lo oficial. Hay una tensión que siempre ha existido, un aspecto que obliga a estar en permanente movimiento. Confío en la astucia de la contracultura para desarrollar nuevas tácticas disidentes.

―De institucionalizarse, ¿perdería su función crítica?
―Podríamos decir que sí o que como la función crítica es una de sus características, de perderla dejaría de ser posporno. Las instituciones están tan vinculas al patriarcado que el posporno debería estar al margen.

―¿Implica una liberación para el cuerpo y la sexualidad?
―Para decirlo de manera militante, el posporno apunta a libertar la sexualidad del yugo del heteropatriarcado. En ese sentido, ya no habría una sexualidad opuesta sino miles e infinitas posibilidades. En cualquier caso, me gustaría cuestionar el grado cero de la libertad como un absoluto; creo que nadie está en ese lugar ni aunque haga posporno, sea un súper hacker o una diva en una comunidad rural. Basta ver los ejemplos de “policía queer”, que nos examina y pide explicaciones a diario. El posporno significa para mucha gente explorar y descubrir un “más allá” respecto a lo que esta cultura nos ofrece en la sexualidad y en el cuerpo.

***

teffy

Nací en Israel hace 24 años, pero desde los cinco vivo acá y soy muy asquerosa, como cualquier porteño. Sin embargo, sigo siendo extranjera porque así lo dice mi documento. Además soy transexual, bisexual, casta, judía, atea, porteña, mujer y potencial amenaza a tus prejuicios.

Mujer y trans, o sea, ambas. Antes de empezar con la reasignación hormonal, nunca me vestí con ropa de mujer. De hecho, los primeros ocho meses de tratamiento sostuve el disfraz para no perder el trabajo. Por eso no me defino como travesti. Llegué al punto de que me habían crecido las tetas y me las tenía que fajar para travestirme de varón. Fue una verdadera resignación. Y marcó un punto de inflexión: comencé a comprometerme con la vida, el arte y el cuerpo.

Era empleada en un videoclub y antes había estudiado cine, pero con el tratamiento hormonal empecé a producir obra. No sé si compulsivamente. Sí de manera prolífica: más de 60 proyectos en dos años.

En la primera muestra de arte posporno expuse una fotoperformance que hicimos con mi novia, Lau Gam, Lesbians in Love Bed. Aparecemos posando en corpiño, con nuestra genitalidad expuesta, aunque intercambiada, y yo la invito a penetrarme con un consolador.

Tal vez mi obra sea posporno, pero es difícil identificarse con una corriente que no es parte de mi identidad cultural. Digo, no creo que haya una definición propia en la Argentina. Sería como que te dijera que soy punk. En el posporno hay un contramovimiento de gente que no está necesariamente ligada desde el arte sino desde una ideología anarquista y, a veces, destructiva. Están los que hacen dogmas: buscan tabulas rasas, les meten información de Foucault, de Nietzsche, les dicen “ponete en pelotas” y listo. Está bien que se labure desde la oposición, pero nos la pasamos citando autores, ¿no? Una vez, participé de un debate en el que se abordaba el tema de la identidad desde un enfoque queer, pensando el concepto como enemigo. No estoy de acuerdo. Para mí es una herramienta. Pero la coordinadora del encuentro me dice: “Leé un texto de Judith Butler que te va a iluminar”. ¿A iluminar?

―¿Qué texto? —le digo. Ya había leído a Judith Butler.
―Pero, ¿quién sos? ―replica.
―¿Que quién soy? Soy Effy.
―Y…
―Y no sé. ¿Querés leer algo mío? Quizás te ilumina.

***

El porno siempre estuvo aquí. Pero con la invención en 1895 del cinematógrafo de los hermanos August y Louise Lumière comenzó su masificación. Claro, en los primeros celuloides no había desnudos, penetraciones, penetraciones anales, felaciones, eyaculaciones, cunnilingus bukake. La primera porno fue El beso (1896). Tras la Segunda Guerra Mundial se convirtió en cultura de masas y su apogeo llegó con la mítica Garganta profunda (1972), cuya intención fue enseñar cómo hacer un pete perfecto.

En general, son films con imágenes “con un uso exasperado de primeros planos anatómicos que parcelan los cuerpos de los actores”, según destaca Román Gubern en La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas. En otras palabras, primeros planos de vaginas depiladas y penes erectos; o rostros de mujeres enchastrados de “lechazos”. Los pospornógrafos advierten que “este capitalismo caliente difiere radicalmente del puritano del siglo XIX: saca beneficio de nuestro carácter de politoxicómanos y masturbadores compulsivos”. Así, la pornografía es una noción “esencialmente política” que privilegia “el placer masculino heterosexual y normaliza los modos de hacer sexo”, afirma Beatriz Preciado en La pornografía es una noción política.

***

La primera muestra sucede en un ex cine porno, hoy Artecinema Espacio Incaa Km 3, esquina de Salta y Garay, Ciudad de Buenos Aires. Es el Día Internacional de la Mujer. Miradas inquisidoras, penetrantes y curiosas son parte de la performance de Aily Habibi en el barrio de Constitución, uno de los epicentros de la prostitución y la explotación sexual porteñas. Allí conviven putas y travestis junto con proxenetas y clientes urgidos, más la violencia policial y sus pedidos de coimas. De escenario: postes de luz, cabinas telefónicas, tachos de basuras y paredes intervenidas con mini volantes de “paraguayita original” o “bebota ardiente”, con imágenes de jóvenes siliconadas, desnudas o en ropa interior.

Ese día, Aily Habibi se despoja de todas sus ropas salvo por una máscara negra de Spiderman y un par de borceguíes. Acompañada por el público recorre las calles de Constitución para saludar, hablar y reír con prostitutas, cartoneras y vendedoras ambulantes, y pedirles que intervengan su piel y algunos folletos de oferta sexual con mensajes: “Puta”, “Viva la mujer peruana” o “Me quiero morir, no valgo nada”. De regreso a Artecinema, pone todos los papelitos en un preservativo que luego introduce en su vagina. La performance incluye un deseo sadomasoquista, ya que Aily Habibi queda a merced del público, pero no esposada ni nada. A cambio de un latigazo o un paletazo, un mensaje del “forro”. Algunos se animan con suaves golpes, otros con la intensidad de un/a dominatrix. Es sólo un ejemplo, pero da una idea del happening y su significado en todo este mundo del arte pospornográfico.

Aily Habibi es un nombre artístico, un nombre de guerra para combatir la hegemonía estética, ideológica y política del cuerpo incluso de los movimientos feministas reaccionarios. En realidad, es Karen Ramírez, una joven artista que nació en Bogotá, Colombia, hace 28 años, pero que no se considera de allí por no sentir una “identificación territorial”. Allí estudió con monjas. En la universidad, la licenciatura en Artes Escénicas, sus primeros pasos en teatro y las teorías de género le dieron otra concepción sobre su cuerpo. “Comencé con mis sexorcismos, sacándome los demonios, esas mierdas de que todo lo relacionado al cuerpo es malo”, manifiesta.

Eso sí, toda su vida vivió “en bolas”. “En casa no tuvimos una satanización del cuerpo. Cuando era chica me bañaba desnuda en la alberca de la finca en la que crecí. En mi casa nunca hubo un drama con andar desnudos. Mi mamá se levanta en tetas a hacer café.” Sin embargo, “a los niños se los convierte en asexuales y no se les permite experimentar con sus cuerpos”, cuenta de su lugar de origen. “De chica, yo me encerraba con mis amigos a chuponearnos. Nos tocábamos, nos preguntábamos por qué una tenía la piel más rosada y la otra más café, nos mirábamos qué teníamos entre las piernas”, recuerda. Y concluye: “La asexualización es represión”. Hace cuatro años que vive en Buenos Aires.

***

Un mes antes de abandonar el videoclub, en octubre de 2010, hice una obra fotográfica que se llamó Una nueva artista necesita usar el baño y que llevó por primera vez mi nombre artístico, effýmia (siempre se escribe con la inicial en minúscula porque no es un nombre propio; mi nombre es Elizabeth Mía Chorubczyk).

En la foto hago un ingreso a un baño público femenino con los nombres de distintas mujeres que han buscado transgredir el género, como Judy Chicago, Yoko Ono o Cindy Sherman escritos en la espalda. Sólo me quito la remera. No tengo corpiño ni ninguna ropa de mujer. Entro al baño y doy cuenta de que mi género no pasa por una cuestión de deseo sexual: deseo a hombres y también a mujeres. Se trata de una intimidad. ¿Qué más íntimo que ir a un baño público?

***

El posporno no siempre estuvo aquí. Su origen se puede rastrear en el feminismo de los ’60, los movimientos contrasexuales y feministas radicales y punk pro-sexo de los ’70 en Estados Unidos, las performances, los happenings y las vanguardias del videoarte. Es una reacción a los feminismos antisexo y puritanos, y una reivindicación de las mujeres “marginales”, ya que las putas, las violadas, las actrices porno tomarán las cámaras para crear un nuevo porno. Es decir, “todas las excluidas del mercado de la buena chica de 21”, según Virginie Despentes en Teoría King Kong. Con el punk compartirá “cierto gusto por el feísmo, una estética barata y anticonsumista, y la conciencia de que buena parte de la batalla política se libra en el cuerpo”, dice Preciado en Mujeres en los márgenes.

En paralelo, impulsan un posfeminismo. Explota en los ’90. Luego, llega a Europa y, en los últimos años, a Buenos Aires. De allí que cinco de las voces que toman la palabra en esta nota sean extranjeras: dos colombianas, una israelí, una alemana y una española. Son historias de militancia activa.

***

Me cansé de que me digan que por más que me opere, nunca voy a ser mujer porque no menstrúo y no puedo ser madre. ¿De verdad me estás diciendo que para ser mujer necesitás que menstrúe? Así que al año del inicio de tratamiento de reasignación hormonal extraje de mi cuerpo la sangre que debería haber perdido desde entonces –averigüé que una mujer promedio pierde un litro y medio por año– y realicé trece acciones que representan cada una de mis menstruaciones.

Con cada escena contaba una experiencia personal de ese mes para luego resignificarla, como cuando me presenté a una entrevista de trabajo vestida de mujer. En el currículum había escrito Elizabeth Mía Chorubczyk. Recibí buen trato y fui contratada. Sentía un gran alivio al poder ser yo misma y no tener que prostituirme para que se respete el nombre que había adoptado.

Uno de los primeros días de trabajo, sin embargo, un agente de seguridad me negó el paso porque en su lista aparecía como Elizabeth, un nombre que no coincidía con el de varón de mi DNI. Me dijo: “Seamos sinceros, vos no sos Elizabeth”. Mi resignificación de ese mes fue intervenir mi documento: tapé el nombre del documento y luego escribí a lo largo de mi brazo mi verdadero nombre con la menstruación.

***

El Centro Cultural Pasaje Dardo Rocha, en La Plata, es escenario de la segunda muestra de arte pospornográfico. El clasicismo francés de su arquitectura, con sus sempiternas columnas, contrasta con la exposición ―para algunos “inquietante”― de cuerpos, con bellos vellos púb(L)icos. La sala y galería del espacio Incaa Km 60 es la morada de la exposición. Otra vez Aily Habibi se cruza en la gestación de esta nota. Esta vez, monta dos performances junto con Piedad Lorena Guerrero Coka, una artista performática morocha, de rulos y 29 años. Ella también es colombiana, pero de San Juan de Pasto, a casi 800 kilómetros de Bogotá. “Quiero sentir libre mi cuerpo. Lo muestro para sentirme orgullosa de mi etnia, que quiero dar a conocer”, sostiene, luego de jugar con sombras eróticas y luces, detrás de un lienzo blanco.

Las colombianas coinciden en dos performances. En la primera, desnudas, se comprimen con cintas adhesivas para quedar en la talla estándar y se miden la cintura, la cola, las piernas, las tetas y la cabeza. Culminan despojando de algunas ropas a un par de espectadores para someterlos a las medidas hegemónicas. La otra sucede en penumbras. Lorena Coka y Aily Habibi se quedan detrás de un lienzo que tiene tres agujeros: uno para mirar, los otros para tocar. En el primero, se observan fotos sepia de una de las performer, desnuda cuando era pequeña, y a ella misma al lado, en el mismo estado de piel. “Quería que vieran partes de mi cuerpo, pero también fotos mías de pequeña, desnuda, para mostrar una relación con la pedofilia”, explica Aily Habibi. Los agujeros restantes se ubican a la altura de los pechos, pequeños como duraznos, y de la cadera de la de rulos café, disponibles para que el público la toque.

Claro está, algunas de las acciones implican un público que abandone la postura de espectador pasivo. Por eso relegamos el principio de prescindencia e intervenimos en los hechos. De excitación ni hablar: ni afrodisíacos, alucinógenos o pastillas azules hubieran modificado la mirada asexual de quien se siente incómodo. Quizá sea a causa de la naturalización de la desnudez en oposición al voyerismo de la pornografía.

―¿Qué quisieron cuestionar con la primera performance?
Aily Habibi: ―Jugamos con esa idea de operarse para estar en regla. Estoy en contra de la cirugía si es para cumplir un status y una regla social que ni siquiera es sanitaria sino una norma estética. Hay dos maneras de que el cuerpo sea valorado de forma linda: ser una persona virtuosa en algo o cumplir con los estatutos de 90-60-90. No hay una reflexión al operarse, sino una desesperación y una suerte de presión por no cumplir. El cuerpo también es una forma de mediar, una forma económica. La gente acusa al trabajo sexual de malo y no ve la cantidad de chicas pequeñas que se operan. Las mamás las operan desde los 14 años para que consigan novios con plata para ser mantenidas y eso también es una forma de prostitución. Como prostituta, no me pagarían lo que a Zaira Nara; me pagarían moneditas: el mercado de la carne está recontraestandarizado. Hay una película en la que un enano sale desnudo y se masturba. El porno muestra sexo con gente linda, nunca de pobres, cartoneros o villeros. El problema con el porno es la estandarización de los cuerpos y las posiciones sociales. Avala un único orden social.

Entre las performances que desarrolla en el centro cultural platense, Lorena, sólo con una pollera y el torso desnudo, se tatúa la palabra Colombia en su espalda con letras rojas ―en protesta contra leyes que castigan con cárcel la infracción de la propiedad intelectual― y en su rostro se ven algunas muecas de dolor.

―¿Por qué eligieron trabajar desde el dolor?
Lorena Coka: ―En mi caso para mostrar la barbarie de lo que pasa en Colombia. Si yo estoy sintiendo dolor, quiero que los demás sufran conmigo. El dolor es una pulsión que nos lleva a crear.
A.H.: ―En parte, porque el dolor no es malo, no sólo por la mirada judeocristiana que dice que es purificador, sino porque cuando uno lo aprueba es goce también.

Antes, seis cuerpos desnudos se acariciaron y fundieron en una orgía. Fue una performance de Cuerpo Puerco junto con Acento Frenético, proyecto del artista Diego Stickar. La diseñadora Fernanda Guaglianone leyó fragmentos de casos clínicos de “patologías homosexuales”. En su cuerpo, la palabra “abyecto”, con tinta negra. De a uno se sumaban a la fusión, mientras leían trozos del Manifiesto contrasexual, de Preciado. Todos trataban de seguir la lectura, pero el deseo era más fuerte y los cuerpos tendían a la orgía ficticia, mientras un juego de luces y sombras se ponía al servicio de la propuesta.

―El texto refería a la contrasexualidad, ¿es contrasexual la pospornografía?
Fernanda Guaglianone: ―Llegamos al consenso de que es una acción. Es el poder transformador de la sexualidad y de los cuerpos disidentes.
Diego Stickar: ―Es un movimiento. Y para algunos un estilo de vida.
F.G.: ―Es una acción subversiva, una acción poética. Es una ruptura y deconstrucción de la pornografía, pero conservando sus herramientas para decir otras cosas. Para mostrar nuevas formas de sexualidad.

Por lo pronto, la muestra se prepara para recorrer el país.

***

Hace un tiempo comencé a interactuar con los espectadores. La primera vez fue en una galería de arte de Mar del Plata. Estaba en corpiño, acostada en un colchón tirado en el piso, rodeada de una mesa con papeles y lápices. A los espectadores les pedía que me dibujen para romper su rol de pasividad. Así, se convertían en artistas y yo en un objeto. Ya van 700 dibujos en todo el país. Son dibujos que revelan lo que la otra persona quiere confrontar, ocultar, mentir, reprimir. Es la censura de la mirada. Algunos me hacían híper femenina, con híper tetas, me ponían flores por todos lados o me hacían barba; otros, no me hacían o me cortaban la cabeza, el rostro. Si posaba con un hombre me llenaban de corazones. Si era con una mujer, me preguntaban si éramos amigas. No pueden entender: soy mujer y trans. El arte pospornográfico pone en tela de juicio cómo consumimos el cuerpo, cómo sentimos el placer y cómo nos estimulamos.

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“Acá no hay una definición, viene de afuera. Hay algo de lo interno de cada uno que busca hacerse público y darle una vuelta de tuerca, una segunda mirada crítica a ese porno que constantemente estamos viendo y es totalmente unidireccional. Vemos otros aspectos y no el resultado no es tan lineal”, esboza el joven artista plástico Juan Cuello. Así, reivindica “la creación de otra pornografía hecha detrás y ya no sólo delante de la cámara”, y “la lucha contra el ideal de cuerpo femenino y masculino”. Para la filosofa española Beatriz Preciado, teórica pospornográfica, “el mejor antídoto contra la pornografía no es la censura sino las representaciones alternativas de la sexualidad”.

Mientras, la española Lucía Egaña Rojas, directora del documental Mi sexualidad es una creación artística y referente del movimiento, abre desde Chile otra punta: “Es una práctica activa del feminismo pro sexo en el ámbito de la producción de imagen; una búsqueda por ampliar el imaginario sexual; una práctica de sexualidades disidentes; algo que podría cambiar y ser diferente en cualquier contexto o contingencia diversa”.

―¿Es contracultural?
―Sin duda, aunque siempre es probable que lo contracultural sea cooptado por lo oficial. Hay una tensión que siempre ha existido, un aspecto que obliga a estar en permanente movimiento. Confío en la astucia de la contracultura para desarrollar nuevas tácticas disidentes.

―De institucionalizarse, ¿perdería su función crítica?
―Podríamos decir que sí o que como la función crítica es una de sus características, de perderla dejaría de ser posporno. Las instituciones están tan vinculas al patriarcado que el posporno debería estar al margen.

―¿Implica una liberación para el cuerpo y la sexualidad?
―Para decirlo de manera militante, el posporno apunta a libertar la sexualidad del yugo del heteropatriarcado. En ese sentido, ya no habría una sexualidad opuesta sino miles e infinitas posibilidades. En cualquier caso, me gustaría cuestionar el grado cero de la libertad como un absoluto; creo que nadie está en ese lugar ni aunque haga posporno, sea un súper hacker o una diva en una comunidad rural. Basta ver los ejemplos de “policía queer”, que nos examina y pide explicaciones a diario. El posporno significa para mucha gente explorar y descubrir un “más allá” respecto a lo que esta cultura nos ofrece en la sexualidad y en el cuerpo.

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Nací en Israel hace 24 años, pero desde los cinco vivo acá y soy muy asquerosa, como cualquier porteño. Sin embargo, sigo siendo extranjera porque así lo dice mi documento. Además soy transexual, bisexual, casta, judía, atea, porteña, mujer y potencial amenaza a tus prejuicios.

Mujer y trans, o sea, ambas. Antes de empezar con la reasignación hormonal, nunca me vestí con ropa de mujer. De hecho, los primeros ocho meses de tratamiento sostuve el disfraz para no perder el trabajo. Por eso no me defino como travesti. Llegué al punto de que me habían crecido las tetas y me las tenía que fajar para travestirme de varón. Fue una verdadera resignación. Y marcó un punto de inflexión: comencé a comprometerme con la vida, el arte y el cuerpo.

Era empleada en un videoclub y antes había estudiado cine, pero con el tratamiento hormonal empecé a producir obra. No sé si compulsivamente. Sí de manera prolífica: más de 60 proyectos en dos años.

En la primera muestra de arte posporno expuse una fotoperformance que hicimos con mi novia, Lau Gam, Lesbians in Love Bed. Aparecemos posando en corpiño, con nuestra genitalidad expuesta, aunque intercambiada, y yo la invito a penetrarme con un consolador.

Tal vez mi obra sea posporno, pero es difícil identificarse con una corriente que no es parte de mi identidad cultural. Digo, no creo que haya una definición propia en la Argentina. Sería como que te dijera que soy punk. En el posporno hay un contramovimiento de gente que no está necesariamente ligada desde el arte sino desde una ideología anarquista y, a veces, destructiva. Están los que hacen dogmas: buscan tabulas rasas, les meten información de Foucault, de Nietzsche, les dicen “ponete en pelotas” y listo. Está bien que se labure desde la oposición, pero nos la pasamos citando autores, ¿no? Una vez, participé de un debate en el que se abordaba el tema de la identidad desde un enfoque queer, pensando el concepto como enemigo. No estoy de acuerdo. Para mí es una herramienta. Pero la coordinadora del encuentro me dice: “Leé un texto de Judith Butler que te va a iluminar”. ¿A iluminar?

―¿Qué texto? —le digo. Ya había leído a Judith Butler.
―Pero, ¿quién sos? ―replica.
―¿Que quién soy? Soy Effy.
―Y…
―Y no sé. ¿Querés leer algo mío? Quizás te ilumina.

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El porno siempre estuvo aquí. Pero con la invención en 1895 del cinematógrafo de los hermanos August y Louise Lumière comenzó su masificación. Claro, en los primeros celuloides no había desnudos, penetraciones, penetraciones anales, felaciones, eyaculaciones, cunnilingus bukake. La primera porno fue El beso (1896). Tras la Segunda Guerra Mundial se convirtió en cultura de masas y su apogeo llegó con la mítica Garganta profunda (1972), cuya intención fue enseñar cómo hacer un pete perfecto.

En general, son films con imágenes “con un uso exasperado de primeros planos anatómicos que parcelan los cuerpos de los actores”, según destaca Román Gubern en La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas. En otras palabras, primeros planos de vaginas depiladas y penes erectos; o rostros de mujeres enchastrados de “lechazos”. Los pospornógrafos advierten que “este capitalismo caliente difiere radicalmente del puritano del siglo XIX: saca beneficio de nuestro carácter de politoxicómanos y masturbadores compulsivos”. Así, la pornografía es una noción “esencialmente política” que privilegia “el placer masculino heterosexual y normaliza los modos de hacer sexo”, afirma Beatriz Preciado en La pornografía es una noción política.

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La primera muestra sucede en un ex cine porno, hoy Artecinema Espacio Incaa Km 3, esquina de Salta y Garay, Ciudad de Buenos Aires. Es el Día Internacional de la Mujer. Miradas inquisidoras, penetrantes y curiosas son parte de la performance de Aily Habibi en el barrio de Constitución, uno de los epicentros de la prostitución y la explotación sexual porteñas. Allí conviven putas y travestis junto con proxenetas y clientes urgidos, más la violencia policial y sus pedidos de coimas. De escenario: postes de luz, cabinas telefónicas, tachos de basuras y paredes intervenidas con mini volantes de “paraguayita original” o “bebota ardiente”, con imágenes de jóvenes siliconadas, desnudas o en ropa interior.

Ese día, Aily Habibi se despoja de todas sus ropas salvo por una máscara negra de Spiderman y un par de borceguíes. Acompañada por el público recorre las calles de Constitución para saludar, hablar y reír con prostitutas, cartoneras y vendedoras ambulantes, y pedirles que intervengan su piel y algunos folletos de oferta sexual con mensajes: “Puta”, “Viva la mujer peruana” o “Me quiero morir, no valgo nada”. De regreso a Artecinema, pone todos los papelitos en un preservativo que luego introduce en su vagina. La performance incluye un deseo sadomasoquista, ya que Aily Habibi queda a merced del público, pero no esposada ni nada. A cambio de un latigazo o un paletazo, un mensaje del “forro”. Algunos se animan con suaves golpes, otros con la intensidad de un/a dominatrix. Es sólo un ejemplo, pero da una idea del happening y su significado en todo este mundo del arte pospornográfico.

Aily Habibi es un nombre artístico, un nombre de guerra para combatir la hegemonía estética, ideológica y política del cuerpo incluso de los movimientos feministas reaccionarios. En realidad, es Karen Ramírez, una joven artista que nació en Bogotá, Colombia, hace 28 años, pero que no se considera de allí por no sentir una “identificación territorial”. Allí estudió con monjas. En la universidad, la licenciatura en Artes Escénicas, sus primeros pasos en teatro y las teorías de género le dieron otra concepción sobre su cuerpo. “Comencé con mis sexorcismos, sacándome los demonios, esas mierdas de que todo lo relacionado al cuerpo es malo”, manifiesta.

Eso sí, toda su vida vivió “en bolas”. “En casa no tuvimos una satanización del cuerpo. Cuando era chica me bañaba desnuda en la alberca de la finca en la que crecí. En mi casa nunca hubo un drama con andar desnudos. Mi mamá se levanta en tetas a hacer café.” Sin embargo, “a los niños se los convierte en asexuales y no se les permite experimentar con sus cuerpos”, cuenta de su lugar de origen. “De chica, yo me encerraba con mis amigos a chuponearnos. Nos tocábamos, nos preguntábamos por qué una tenía la piel más rosada y la otra más café, nos mirábamos qué teníamos entre las piernas”, recuerda. Y concluye: “La asexualización es represión”. Hace cuatro años que vive en Buenos Aires.

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Un mes antes de abandonar el videoclub, en octubre de 2010, hice una obra fotográfica que se llamó Una nueva artista necesita usar el baño y que llevó por primera vez mi nombre artístico, effýmia (siempre se escribe con la inicial en minúscula porque no es un nombre propio; mi nombre es Elizabeth Mía Chorubczyk).

En la foto hago un ingreso a un baño público femenino con los nombres de distintas mujeres que han buscado transgredir el género, como Judy Chicago, Yoko Ono o Cindy Sherman escritos en la espalda. Sólo me quito la remera. No tengo corpiño ni ninguna ropa de mujer. Entro al baño y doy cuenta de que mi género no pasa por una cuestión de deseo sexual: deseo a hombres y también a mujeres. Se trata de una intimidad. ¿Qué más íntimo que ir a un baño público?

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El posporno no siempre estuvo aquí. Su origen se puede rastrear en el feminismo de los ’60, los movimientos contrasexuales y feministas radicales y punk pro-sexo de los ’70 en Estados Unidos, las performances, los happenings y las vanguardias del videoarte. Es una reacción a los feminismos antisexo y puritanos, y una reivindicación de las mujeres “marginales”, ya que las putas, las violadas, las actrices porno tomarán las cámaras para crear un nuevo porno. Es decir, “todas las excluidas del mercado de la buena chica de 21”, según Virginie Despentes en Teoría King Kong. Con el punk compartirá “cierto gusto por el feísmo, una estética barata y anticonsumista, y la conciencia de que buena parte de la batalla política se libra en el cuerpo”, dice Preciado en Mujeres en los márgenes.

En paralelo, impulsan un posfeminismo. Explota en los ’90. Luego, llega a Europa y, en los últimos años, a Buenos Aires. De allí que cinco de las voces que toman la palabra en esta nota sean extranjeras: dos colombianas, una israelí, una alemana y una española. Son historias de militancia activa.

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Me cansé de que me digan que por más que me opere, nunca voy a ser mujer porque no menstrúo y no puedo ser madre. ¿De verdad me estás diciendo que para ser mujer necesitás que menstrúe? Así que al año del inicio de tratamiento de reasignación hormonal extraje de mi cuerpo la sangre que debería haber perdido desde entonces –averigüé que una mujer promedio pierde un litro y medio por año– y realicé trece acciones que representan cada una de mis menstruaciones.

Con cada escena contaba una experiencia personal de ese mes para luego resignificarla, como cuando me presenté a una entrevista de trabajo vestida de mujer. En el currículum había escrito Elizabeth Mía Chorubczyk. Recibí buen trato y fui contratada. Sentía un gran alivio al poder ser yo misma y no tener que prostituirme para que se respete el nombre que había adoptado.

Uno de los primeros días de trabajo, sin embargo, un agente de seguridad me negó el paso porque en su lista aparecía como Elizabeth, un nombre que no coincidía con el de varón de mi DNI. Me dijo: “Seamos sinceros, vos no sos Elizabeth”. Mi resignificación de ese mes fue intervenir mi documento: tapé el nombre del documento y luego escribí a lo largo de mi brazo mi verdadero nombre con la menstruación.

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El Centro Cultural Pasaje Dardo Rocha, en La Plata, es escenario de la segunda muestra de arte pospornográfico. El clasicismo francés de su arquitectura, con sus sempiternas columnas, contrasta con la exposición ―para algunos “inquietante”― de cuerpos, con bellos vellos púb(L)icos. La sala y galería del espacio Incaa Km 60 es la morada de la exposición. Otra vez Aily Habibi se cruza en la gestación de esta nota. Esta vez, monta dos performances junto con Piedad Lorena Guerrero Coka, una artista performática morocha, de rulos y 29 años. Ella también es colombiana, pero de San Juan de Pasto, a casi 800 kilómetros de Bogotá. “Quiero sentir libre mi cuerpo. Lo muestro para sentirme orgullosa de mi etnia, que quiero dar a conocer”, sostiene, luego de jugar con sombras eróticas y luces, detrás de un lienzo blanco.

Las colombianas coinciden en dos performances. En la primera, desnudas, se comprimen con cintas adhesivas para quedar en la talla estándar y se miden la cintura, la cola, las piernas, las tetas y la cabeza. Culminan despojando de algunas ropas a un par de espectadores para someterlos a las medidas hegemónicas. La otra sucede en penumbras. Lorena Coka y Aily Habibi se quedan detrás de un lienzo que tiene tres agujeros: uno para mirar, los otros para tocar. En el primero, se observan fotos sepia de una de las performer, desnuda cuando era pequeña, y a ella misma al lado, en el mismo estado de piel. “Quería que vieran partes de mi cuerpo, pero también fotos mías de pequeña, desnuda, para mostrar una relación con la pedofilia”, explica Aily Habibi. Los agujeros restantes se ubican a la altura de los pechos, pequeños como duraznos, y de la cadera de la de rulos café, disponibles para que el público la toque.

Claro está, algunas de las acciones implican un público que abandone la postura de espectador pasivo. Por eso relegamos el principio de prescindencia e intervenimos en los hechos. De excitación ni hablar: ni afrodisíacos, alucinógenos o pastillas azules hubieran modificado la mirada asexual de quien se siente incómodo. Quizá sea a causa de la naturalización de la desnudez en oposición al voyerismo de la pornografía.

―¿Qué quisieron cuestionar con la primera performance?
Aily Habibi: ―Jugamos con esa idea de operarse para estar en regla. Estoy en contra de la cirugía si es para cumplir un status y una regla social que ni siquiera es sanitaria sino una norma estética. Hay dos maneras de que el cuerpo sea valorado de forma linda: ser una persona virtuosa en algo o cumplir con los estatutos de 90-60-90. No hay una reflexión al operarse, sino una desesperación y una suerte de presión por no cumplir. El cuerpo también es una forma de mediar, una forma económica. La gente acusa al trabajo sexual de malo y no ve la cantidad de chicas pequeñas que se operan. Las mamás las operan desde los 14 años para que consigan novios con plata para ser mantenidas y eso también es una forma de prostitución. Como prostituta, no me pagarían lo que a Zaira Nara; me pagarían moneditas: el mercado de la carne está recontraestandarizado. Hay una película en la que un enano sale desnudo y se masturba. El porno muestra sexo con gente linda, nunca de pobres, cartoneros o villeros. El problema con el porno es la estandarización de los cuerpos y las posiciones sociales. Avala un único orden social.

Entre las performances que desarrolla en el centro cultural platense, Lorena, sólo con una pollera y el torso desnudo, se tatúa la palabra Colombia en su espalda con letras rojas ―en protesta contra leyes que castigan con cárcel la infracción de la propiedad intelectual― y en su rostro se ven algunas muecas de dolor.

―¿Por qué eligieron trabajar desde el dolor?
Lorena Coka: ―En mi caso para mostrar la barbarie de lo que pasa en Colombia. Si yo estoy sintiendo dolor, quiero que los demás sufran conmigo. El dolor es una pulsión que nos lleva a crear.
A.H.: ―En parte, porque el dolor no es malo, no sólo por la mirada judeocristiana que dice que es purificador, sino porque cuando uno lo aprueba es goce también.

Antes, seis cuerpos desnudos se acariciaron y fundieron en una orgía. Fue una performance de Cuerpo Puerco junto con Acento Frenético, proyecto del artista Diego Stickar. La diseñadora Fernanda Guaglianone leyó fragmentos de casos clínicos de “patologías homosexuales”. En su cuerpo, la palabra “abyecto”, con tinta negra. De a uno se sumaban a la fusión, mientras leían trozos del Manifiesto contrasexual, de Preciado. Todos trataban de seguir la lectura, pero el deseo era más fuerte y los cuerpos tendían a la orgía ficticia, mientras un juego de luces y sombras se ponía al servicio de la propuesta.

―El texto refería a la contrasexualidad, ¿es contrasexual la pospornografía?
Fernanda Guaglianone: ―Llegamos al consenso de que es una acción. Es el poder transformador de la sexualidad y de los cuerpos disidentes.
Diego Stickar: ―Es un movimiento. Y para algunos un estilo de vida.
F.G.: ―Es una acción subversiva, una acción poética. Es una ruptura y deconstrucción de la pornografía, pero conservando sus herramientas para decir otras cosas. Para mostrar nuevas formas de sexualidad.

Por lo pronto, la muestra se prepara para recorrer el país.

***

Hace un tiempo comencé a interactuar con los espectadores. La primera vez fue en una galería de arte de Mar del Plata. Estaba en corpiño, acostada en un colchón tirado en el piso, rodeada de una mesa con papeles y lápices. A los espectadores les pedía que me dibujen para romper su rol de pasividad. Así, se convertían en artistas y yo en un objeto. Ya van 700 dibujos en todo el país. Son dibujos que revelan lo que la otra persona quiere confrontar, ocultar, mentir, reprimir. Es la censura de la mirada. Algunos me hacían híper femenina, con híper tetas, me ponían flores por todos lados o me hacían barba; otros, no me hacían o me cortaban la cabeza, el rostro. Si posaba con un hombre me llenaban de corazones. Si era con una mujer, me preguntaban si éramos amigas. No pueden entender: soy mujer y trans. El arte pospornográfico pone en tela de juicio cómo consumimos el cuerpo, cómo sentimos el placer y cómo nos estimulamos.

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